Héctor Alejandro Quintanar
“Decir que el obradorismo se queda no es una recapitulación de los mitotes, engaños y sandeces que pregonan los que, desde hace años, crearon el cuento de que López Obrador tenía intenciones reeleccionistas o, por lo menos, de permanecer en el poder tras bambalinas una vez terminado su sexenio”.
Como se ha dicho anteriormente en este espacio, en un país presidencialista como México es muy fácil que los nombres de los gobernantes deriven en “ismos”. Se habla, así, de la existencia de un “zedillismo”, “foxismo”, “calderonismo”. Sin embargo, muchas veces cuando recurrimos a esa figura verbal, casi siempre lo hacemos para distinguir, a lo mucho, un periodo temporal y un entorno de colaboradores.
Si hablamos, por ejemplo, del “calderonismo”, a lo que se suele aludir es únicamente al lapso de 2006 a 2012 y a la runfla de burócratas grisáceos o corruptos que conformaron ese narcogobierno emanado de un fraude y responsable de convertir al país en fosa común. Así, ese “ismo” sólo representa un espacio de tiempo y un puñado de funcionarios, a quienes se les engloba en la etiqueta de “calderonismo” porque no da para más el término.
Hay otros “ismos” que, sin embargo, representan algo más, y sí alcanzan a definir también a una corriente ideológica, un punto de inflexión, una articulación de demandas públicas que no se limitan a una coyuntura sino que se quedan como posturas políticas perdurables. Así, cuando hablamos de, por ejemplo, “cardenismo”, lo hacemos a sabiendas que el gobierno de Lázaro Cárdenas duró de 1934 a 1940, pero su recapitulación de los valores posrevolucionarios para reconfigurar al Estado mexicano, al menos en su proyecto económico reformista y sus relaciones internacionales, fue algo que persistió mucho tiempo después.
Algo así ocurrirá con ese fenómeno que hoy denominamos “obradorismo”, que no es sólo el gobierno que comenzó en 2018 y concluye en un par de días, sino es el parteaguas que construyó las bases de un cambio político, que entraña una serie de valores que hoy son parte del sentido común en la sociedad mexicana y también del gobierno entrante. Independientemente de cuánto dure en el poder institucional esa visión del país a partir de ahora, es importante señalar que López Obrador como presidente se va, pero el obradorismo se queda.
Y vale la pena hacer una aclaración. Decir que el obradorismo se queda no es una recapitulación de los mitotes, engaños y sandeces que pregonan los que, desde hace años, crearon el cuento de que López Obrador tenía intenciones reeleccionistas o, por lo menos, de permanecer en el poder tras bambalinas una vez terminado su sexenio.
Ese engaño es fácil de desmontar. De entrada, porque la evidencia apunta a lo contrario: en todos los cargos que López Obrador ha ostentado en su vida política, nunca ha acrecentado su ciclo o ha tratado de imponer decisiones a su sucesor. Así ocurrió cuando fue dirigente local del PRI o PRD; dirigente nacional del PRD o de Morena, o cuando fue Jefe de Gobierno.
Inclusive, en ese respeto a la normalidad sucesora, el tabasqueño se desentendió de la elección perredista en 1999, que terminó en un conflicto prolongado; y no impuso condiciones a Marcelo Ebrard cuando éste resultó electo como Jefe de Gobierno después de él en 2006. Por el contrario, Ebrard mostró de inmediato que se movía por ruta propia al ejercer un gobierno capitalino loable sin directrices de nadie, hasta incluso separar de su cargo en su gobierno a personajes netamente identificados con el obradorismo como Martí Batres en 2011, por éste haber criticado al Jefe de Gobierno, cosa imposible de hacer si Ebrard gobernara a la sombra del tabasqueño.
El mito de un López Obrador intrusivo, sediento de someter a sus sucesores por su adicción al poder es una fantasía patética que no se sustenta en ninguna evidencia biográfica o un hecho histórico en la trayectoria del tabasqueño. Es producto de la imaginación febril de Salvador Abascal Carranza, es decir, un sinarquista perteneciente a la derecha más obtusa y rancia, pues fue él el primero en augurar, en octubre de 2002, que López Obrador era un proto-dictador reeleccionista.
A partir de entonces, el mito se fue moldeando. En 2006, muchas voces disparatadas acusaron que si López Obrador ganaba, podría reelegirse. Así lo dijo, por ejemplo, Enrique Krauze en su famoso mesías tropical. Cuando por fin el proto-dictador tabasqueño llegó a la presidencia en 2018, poco a poco el mito se fue desplumando.
Pero sus precursores, necios y obtusos, lo transformaron en otra cosa: cuando era evidente que López Obrador no iba a reelegirse, inventaron los cuentos de que quería imponer a Claudia Sheinbaum y que si ella ganaba él sería un mandamás tras el trono, como si fuera un nuevo Maximato. Su evidencia, de nuevo, no estaba en los hechos, sino en sus veleidosos prejuicios.
López Obrador en más o menos setenta y dos horas dejará de ser presidente. Y vale la pena recapitular qué puede significar esa etiqueta política del obradorismo.
Se trata, en primera instancia, de un movimiento político que saltó de lo local a lo nacional en los noventa, exigiendo limpieza electoral, mesura en los gastos de contiendas comiciales y denunciando las chicanas que, en ese sentido, se cometían no sólo dentro de las urnas, sino también fuera de ellas, como la compra de voto.
Se trata, en segunda instancia, de un movimiento político que en ese tránsito a lo nacional, se tornó en voz protagónica contra la inercia económica neoliberal, al denunciar no sólo el debilitamiento a la soberanía nacional que implicaba, sino también a los latrocinios que se cometieron en su nombre, como el Fobaproa.
Se trata, en tercera instancia, de un movimiento político que ve a los partidos y las instituciones como medio y no como fin. De ahí que, estando al frente del PRD, por ejemplo, López Obrador no limitara la actividad de su organización a las elecciones, sino también, con las Brigadas del sol, a estar en actividad permanente, difundiendo información y vinculando causas sociales con el partido.
Se trata, en cuarta instancia, de un movimiento político que cuando llegó a un importante espacio de poder institucional, como la Jefatura de Gobierno en la Ciudad de México en 2000, hizo un gobierno hiperactivo, pragmático y eficaz, que puso por delante a sectores vulnerables y se hizo notar mediante obra pública destinada a dos derechos fundamentales: vivienda y educación.
Se trata, en cuarta instancia, de un movimiento político que en 2005 retomó su papel de activista en contra de trampas electorales, al oponerse al desafuero que Vicente Fox perpetró ilegítimamente, contra el Jefe de Gobierno; y, una vez ganada esa batalla, continuó la guerra por la limpieza electoral al denunciar las múltiples trampas y delitos cometidos en el fraude de 2006.
Se trata, en quinta instancia, de un movimiento político apegado al territorio, con el fin no sólo de difundir ideas y denunciar abusos, sino también, y eso es muy importante, de construir su agenda con base en recoger demandas provenientes de todo el país: desde las luchas contra las mineras sanluisinas hasta la defensa del agua en Veracruz. Y con un énfasis especial en ser un movimiento que, tanto territorialmente como ideológicamente, construyó su identidad soberanista precisamente como reacción opositora a un intento de reforma privatizadora del petróleo intentada por Calderón en 2008.
Se trata, en sexta instancia, de un movimiento político pacífico que usa los instrumentos de la ley, las instituciones y de las prácticas sociales legítimas -como la resistencia civil- para lograr sus fines, que nunca estuvieron fuera de la cauda de derechos sociales consagrados en la Constitución de 1917 más causas que, como compañeros de ruta, se fueron sumando a lo largo de lustros.
Las decisiones del gobierno de López Obrador se ejecutaron entre 2018 y 2024, pero su construcción ideológica y sus antecedentes datan de al menos dos décadas atrás, en diferentes coyunturas donde esas ideas fueron por mucho tiempo una agenda opositora, ya sea como propuesta alternativa en las cámaras legislativas o como consignas para tomar las calles ante diversos abusos.
Esa construcción ideológica de años es hoy el obradorismo, que tiene también en Claudia Sheinbaum a una arquitecta protagónica y notable. Baste decir que, en uno de los valores centrales de ese obradorismo -la defensa de la soberanía-, la hoy presidenta electa, y que será presidenta constitucional en tres días, fue una voz cantante para poner en claro, el 15 de mayo de 2008 en el senado mexicano, qué buscaba ese movimiento con respecto a la política energética: soberanía, modernización progresista y combatir la vulnerabilidad en un mundo inestable.
Ese movimiento tiene hoy un triunfo cultural importante. Si bien las ideas son producto de su tiempo, hoy es notorio que vivimos tiempos donde se dejó atrás el prejuicio de que los programas sociales son dispendio para mantener ninis, o que a los adultos mayores hay que olvidarlos en vez de dotarles un poco de justicia económica que les dé algo de tranquilidad. En 2006, cuando Calderón y sus porros maleantes hacían campaña, acusaban a eso de paternalismo, o decían que había que enseñar a pescar en vez de dar pescado.
En un lapso muy breve, de apenas dieciocho años, esa lógica se revirtió. Existe ahora un amplio y legítimo consenso social que acepta que ese tipo de programas no son gasto para mantener vagos, sino un derecho que la gente se gana con el estudio, el trabajo o con los años biográficos a cuestas. Ese cambio en el sentido común es un triunfo histórico y ha sido el motor central del obradorismo.
Nada es para siempre. Menos en política y menos aún en democracia. Pero hoy el obradorismo puede verse en un espejo retrovisor y notar que sus decisiones de gobierno comenzaron hace seis años pero se labraron desde hace muchos más. Hacer una mirada hacia el futuro podría ser un espejo simétrico donde, al menos, esos principios estarán un sexenio más como eje de gobierno, pero, como corriente ideológica, se han grabado ya un lugar permanente en la historia, con base en un movimiento que se ha construido gracias a muchos, pero que fue siempre encabezado por un personaje que, a diferencia de otros políticos, ejerció su liderazgo no mediante pedirle más a los demás, sino exigiéndose más que los demás. Así puede recordar la historia a López Obrador.
Héctor Alejandro Quintanar es académico de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, doctorante y profesor en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Hradec Králové en la República Checa, autor del libro Las Raíces del Movimiento Regeneración Nacional.