EL PAÍS reconstruye con las familias de las víctimas la negligencia que llevó a la desaparición en México de los reclutas engullidos por el océano, la búsqueda y el calvario que vivían en la base militar El Ciprés, conocida como ‘El paso de la muerte’
La orden era clara. Tenían tres segundos para entrar al mar y enjuagar los uniformes. Lloviznaba y las olas agitaban el agua con violencia, lo suficiente para despertar las alertas de una ciudad acostumbrada a un mar poco amigable. Parados en la orilla, más de 200 cadetes tenían una certeza: sabían que si no cumplían la orden, serían castigados. Así se acostumbraba entre esas filas de aspirantes a la Guardia Nacional. No dormir, no comer, no hablar con su familia eran las reprimendas más usuales. A veces unas duras golpizas. Para evitar la penitencia, la mayoría se lanzó aquella tarde al agua. Las olas comenzaron a arrastrarlos hacia adentro. Intentaron sujetarse entre ellos, devolverse a tierra firme. Pero la furia del Pacífico lo hacía imposible. Once jóvenes desaparecieron en la costa de Ensenada, Baja California, el pasado 20 de febrero. Faltaban apenas 11 días para su graduación en la fuerza de seguridad. Cuatro fueron rescatados con vida. Siete muchachos, que tenían entre 18 y 29 años, murieron ahogados.
Brando Gastélum Ayala
Brando era un joven con determinación y disciplina. Quería ser militar para poder ayudar a la gente. Admiraba a los soldados que veía en las noticias que salían a apoyar frente a una catástrofe natural. Quería ser como ellos. Le gustaba pasear a caballo, andar en motocicleta, manejar carros grandes. Era trabajador, ingenioso, simpático y carismático. Le gustaban los deportes y, en su tiempo libre, boxeaba. Creía firmemente en que pertenecer a la Guardia Nacional le permitiría ayudar a su familia.
Los días que siguieron a la tragedia se amontonaron los detalles de lo sucedido en un abanico de versiones. Lo primero que se dijo a algunas familias ese mismo martes fue que se había tratado de un entrenamiento acuático. Horas después, la explicación pasó de ser un accidente a una mala decisión. Algunos militares llegaron a mencionar la palabra novatada. El tiempo no ayudó a aclarar los hechos. Cada documento que envió el Ejército a los padres retrataba un mar de contradicciones. En algún papel apuntaron que los muchachos habían entrado al agua por decisión propia y en su tiempo libre. En otro, admitieron que había sido una orden dada por un superior.
No fue hasta un mes después cuando comenzó a aclararse la tragedia, al surgir el tema en la conferencia de prensa del presidente Andrés Manuel López Obrador. El secretario de la Defensa, Luis Cresencio Sandoval, admitió entonces que se había tratado de “una falla” del director del centro de adiestramiento, David López Ordaz, apodado como El Diablo, a cargo de los jóvenes aquella tarde. El titular del Ejército aseguró que el teniente coronel se encontraba detenido y sería juzgado en los tribunales militares por desobediencia. Los rumores internos, sin embargo, apuntaban en sentido contrario: varias voces afirmaban que estaba libre. Las quejas estallaron, y con ellas, decenas de acusaciones de abuso de autoridad, maltratos y extorsiones salieron a la luz, como una pequeña muestra de lo que se vive en los cuarteles.
A seis meses de la tragedia, EL PAÍS reconstruye con las familias de las víctimas de esta negligencia el momento que llevó a la desaparición de los cadetes, las horas y días de búsqueda, y el calvario que atravesaban los jóvenes en El Ciprés, la base militar conocida en la fuerza castrense mexicana como El paso de la muerte.
Contradicciones y ocultamiento
Fabiola Frías Lanfar mira de reojo las rocas de la playa Monalisa, apenas a unos metros del complejo militar El Ciprés. No quiere acercarse, aún recuerda cómo encontraron allí el cuerpo sin vida de su hijo Carlos, de 20 años. Tenía puestas sus botas y su cinturón táctico. Han pasado meses desde que la mujer se parara frente a las cámaras en las escalinatas del edificio estatal en Ensenada y reclamara a las autoridades la verdad. Ahora, sentada bajo una sombrilla de paja, revive su pesadilla, sobre la que todavía tiene enormes vacíos de información.
Carlos Omar Frías Lanfar
Carlos, el Chano, como le decía su familia, era el tercero de seis hermanos. Era un joven tranquilo, noble, el consentido de su abuela. Su canción favorita era La Costurera, de Los Alameños de la Sierra, solía ponerla cada vez que tenía oportunidad. Tenía una novia en el pueblo yaqui, donde se había criado. Para su último cumpleaños, días antes de la tragedia, celebró junto a su mamá con unas tortillas de harina y jamón con huevo.
Ese martes, pasado el mediodía, los 207 reclutas de la Guardia Nacional habían acabado su entrenamiento en la pista del combatiente —una serie de obstáculos que los soldados deben atravesar en el menor tiempo posible. Minutos antes de lanzarse a la playa, por órdenes del teniente coronel David López Ordaz, Frías Lanfar alcanzó a enviarle un video a su madre. En las imágenes se veía a un grupo de muchachos intentando recuperar el aliento. Se escuchaban risas de fondo. Fabiola entendió que su hijo estaba contento, apenas le quedaban unos días para entrar formalmente a la Guardia Nacional. Al verlo, se quedó tranquila.
La tarde que desaparecieron los jóvenes, casi ningún padre recibió la llamada del Ejército. No fue hasta muchas horas después que se enteraron de lo que había pasado. La mayoría ya había escuchado la noticia en la radio o en la televisión. No sabían entonces los nombres de las víctimas, pero todos temieron lo peor. Una de las versiones oficiales, que aparece en un informe de la Dirección General de Justicia Militar y al que tuvo acceso este periódico, detalla que López Ordaz reunió a los cadetes en la playa sobre las 14.00 horas y les ordenó limpiar sus uniformes en el mar. Cuando los mandos estaban listos para volver al cuartel, “los reclutas manifestaron a viva voz que había compañeros que estaban siendo arrastrados por las corrientes”.
En la desesperación por rescatar a sus amigos, el batallón hizo una cadena humana. Esta parte del relato, confirmado por varios testigos y familiares de las víctimas, no figura en ninguna de las versiones de las autoridades. Aunque sí fue detallada por el fiscal en la audiencia inicial del juicio en julio. Al frente de esa larga fila de soldados quedó Óscar Abraham Sánchez Reyna, de 18 años. El padre de este cadete, Óscar Sánchez, un médico cirujano retirado del Ejército, dice que su hijo no sabía nadar, pero cree que la amistad que había construido con sus compañeros lo llevó a intentar salvarlos. Cuando el agua arrastró a El Chicken, como le decían al muchacho nacido en Oaxaca, la cadena se deshizo y se les ordenó volver a tierra.
Óscar Abraham Sánchez Reyna
Sus amigos le llamaban El Chicken, porque traía siempre con él un peluche de un pollito. Era un joven cariñoso, muy habilidoso para las manualidades y listo. Había sobrevivido a una infancia azotada por la violencia y había encontrado un hogar en la casa de sus tíos, poco antes de lanzarse al Ejército. En su cuarto permanece intacta la guitarra que le habían comprado y con la que estaba aprendiendo a tocar las mañanitas.
En las horas siguientes, tanto la Marina como los bomberos se volcaron en la búsqueda. En lanchas y por tierra se lanzaron a buscarlos, sorprendidos, porque ese día la autoridad portuaria había alertado no entrar al mar. Fabiola y su hijo mayor, también militar, llegaron a El Ciprés el martes por la noche. La búsqueda se había pausado hasta la mañana siguiente. La conversación que mantuvieron con los jefes militares fue subida de tono, recuerda la mujer. “Mi hijo les empieza a decir groserías, les dice: ‘¿Qué pasó mi general? ¿Quién dio esa orden? No debería de haberse dado’. Nadie contestaba”, cuenta.
A la familia de Arturo Sarmiento Gaxiola les hablaron de un entrenamiento en el agua, algo que no está establecido para quienes no se forman en la Marina. Eloísa, la mamá del cadete de 29 años, preguntó entonces por qué los chicos habían entrado al mar con uniforme y equipo táctico. “Un militar me dijo: ‘Pues es que también tienen que usar la lógica, si están recibiendo una orden de meterse con uniformes, ¿cómo se les ocurre?’. Y yo me encabroné y le dije: ‘Usted, comandante o teniente, ¿por qué está en ese lugar? ¿Por obedecer o desobedecer órdenes?”.
Un instructor del centro de adiestramiento grabó una nota de voz que acabó en el teléfono de la madre de un joven cadete que sobrevivió a la tragedia. Martha, nombre ficticio que se le asigna por seguridad, cuenta que el militar aseguró que era habitual que López Ordaz llevara a los reclutas al mar. Pero ese día, todo se salió de control rápidamente. “Las olas estaban muy fuertes y los morrillos se metieron muy al fondo, llegó una ola gigante y jaló como a 30. Ya cuando vieron que los estaba jalando, empezaron a salir algunos, poco a poco. Pero llegaban unas olas tras olas, hasta que al final no pudieron salir siete”, dice el instructor.
Arturo Esteban Sarmiento Gaxiola
Arturo era un muchacho reservado, que siempre tendía la mano a quien necesitaba ayuda. Nació en Guaymas, a unos metros de una instalación de la Marina, y desde pequeño quiso pertenecer al Ejército. Lo intentó tres veces, hasta que lo consiguió. Causó alta un día antes de cumplir 29 años. Era un extraordinario nadador, practicaba lucha grecorromana y tenía tres hijos. A su funeral llegaron un joven que había salvado de un intento de quitarse la vida y una señora a quien le había comprado generosamente un refrigerador.
Ninguno de los sobrevivientes ha hablado públicamente. Algunos conversaron con los familiares de los cadetes muertos y alcanzaron a contar qué había pasado. Después de la tragedia, el Ejército los aisló, dice Martha. Primero los encerraron, luego los movieron a otro cuartel y les quitaron los teléfonos para que no pudieran hablar con nadie. Solo se les permitió avisar a sus familias que estaban con vida. La madre del recluta que alcanzó a salir del agua pudo ver a su hijo siete veces desde el 20 de febrero, pero nunca quiso hablar de lo sucedido. “Probablemente lo tengan amenazado”.
Los días previos: enfermedades, abusos y extorsión
Sentada en el comedor de su casa en Hermosillo, junto a velas y fotografías de Arturo sobre la mesa, Eloísa Gaxiola insiste en que su hijo no quería preocuparla. Recuerda la única vez que se enteró de algo que le inquietó. “Era hiperactivo, no podía dejar de moverse. Estando en una fila con sus compañeros, no dejaba de mover las piernas cuando un superior gritó que se quedaran quietos. No imaginó que se refiriera a él”. Hasta que sintió un golpe duro en su nuca. “Él iba a aguantar porque quería estar ahí, no quería salirse. Ya se miraba en un futuro ahí”, comenta.
Las 190 hectáreas del campo militar de El Ciprés eran supuestamente un espacio seguro para los cadetes que llegaban cada año. En lugar de eso, las experiencias que vivían entre esos muros llevaron a apodar el sitio como El paso de la muerte. El centro de adiestramiento es una prueba de ocho semanas que deben superar tanto los aspirantes a la Guardia Nacional, como los de la Marina y el Ejército. Debían adaptarse a la vida militar, prepararse física y mentalmente para convertirse en miembros de una fuerza que enfrenta cada día los horrores más profundos de México. Pero la primera batalla la dieron dentro.
Luis Manuel Vilchis Díaz
Era el segundo de cuatro hermanos, de carácter noble y sencillo. Le gustaba cantar y bailar en sus ratos libres. Creció siendo la figura protectora de sus hermanos y de su madre. Ante un problema, solía decir: “Ya veremos cómo le hacemos”. Entró en la Guardia Nacional por su abuelo paterno y su padrino, a quienes admiraba. Añoraba portar el uniforme, como ellos. Buscaba ser el sostén económico de su familia. Quería casarse y juraba que ya había conocido al amor de su vida.
Golpes, insultos y extorsiones eran parte del día a día de los reclutas. El 13 de febrero, una semana antes de la tragedia, Martha recibió una llamada de un amigo de su hijo. Le informaba que el muchacho se había desmayado al ser golpeado por López Ordaz. Pasaron tres días hasta que pudo comunicarse con su hijo. El joven no quiso darle detalles y se negó a la petición que le hizo su madre de volver a casa. “¿Yo, fracasado? No”, le dijo. Volverse un desertor es un temor común dentro de las fuerzas de seguridad, que lleva a los reclutas a aguantar palizas sin decir palabra.
Los abusos que vivían los cadetes eran constantes. Lo que fuera se califica de violación a los derechos humanos, dentro se dice forjar carácter, comenta un miembro del Ejército que no quiere ser citado. Un video compartido por uno de ellos a su madre muestra a todo un batallón haciendo lagartijas bajo una fuerte lluvia, en medio de la noche. Otras imágenes enviadas por los propios jóvenes a sus cercanos revelan moretones y golpes que llegaron a necesitar de suturas y vendajes.
Frente a un pequeño y pintoresco altar, la madre, los tíos y la abuela de Fernando Isaías Pérez López admiten que desconocían la pesadilla que soportaba cada día el muchacho. En conversaciones que tuvo por Whatsapp con su padrino y su padre, sin embargo, dejó el rastro del tormento. En una foto mostró cómo le habían abierto el labio de un balazo durante un entrenamiento. En otra imagen enseñó su pierna golpeada. “Aquí nos pegan machín [fuerte]”, se lee en un mensaje. “Me dio mi sargento con el PR24″, dice en referencia al bastón que usan las fuerzas de seguridad. “Él aguantaba mucho”, piensa la madre, María del Consuelo López. “Quería un buen futuro para él, para su hermana y para mí”.
Fernando Isaías Pérez López
Antes de entrar al Ejército, Fernando era un joven talentoso que cursaba la carrera de diseño gráfico. En los escalones de su casa, en el Estado de México, aún permanece pegado el arte que había diseñado para alegrar la entrada. Tenía una novia, con la que se quería casar. Entre sus cosas quedó el anillo que había comprado para proponerle matrimonio. Trabajador y algo travieso, el veracruzano ingresó a las fuerzas armadas con la esperanza de tener un futuro mejor.
La búsqueda de una oportunidad laboral había empujado a estos cadetes al Ejército. Como los casos de Luis Vilchis o Michael Arellano Wilkinson, de 21 y 20 años. Los familiares de este último cuentan que ese estilo de vida de limitaciones y horarios de madrugada fue solo una continuación de la vida dura que tuvo el joven, que creció en un orfanato y no tuvo un hogar propio, sino hasta cuatro años antes de su muerte. Los testimonios apuntan a que los entrenamientos eran tan hostiles y largos que no tenían tiempo para descansar, por eso la posibilidad de dormir se monetizaba.
Como si los maltratos no fueran suficientes, la mayoría de los jóvenes sufría extorsiones. Los superiores les pedían dinero a cambio de comer, dormir o evitar un encierro. Casi todas las familias conservan aún registros de las transferencias bancarias que hicieron para que sus hijos pudieran vivir en paz. Enviaban semanalmente entre 300 y 1.500 pesos (de 16 a 80 dólares), de acuerdo a lo que pudo acreditar este periódico. Jonathan Sarmiento, hermano de Arturo, relata: “Me habló una vez y me dijo: ‘Oye carnal, hazme el paro, quiero dormir una hora, pero me cobran 700 pesos (poco más de 37 dólares)’. Allá adentro todo se paga”.
Las pruebas del terror que azotaba a la base militar llegaron también en forma de mensajes a las familias de los cadetes. Una madre, que no quiso dar su nombre, escribió que su hijo había dejado El Ciprés porque “era un infierno”. El muchacho no quiso hablar durante días sobre lo que había pasado, hasta que finalmente se animó. “Me contó todo: cómo los golpeaban, cómo en la madrugada cuando dejaba de llover ellos tenían que secar el piso arrastrándose y cuando terminaban a las 3.00 o 4.00 de la mañana les decían que querían ver sus uniformes impecables”. Este periódico consultó a la Secretaría de la Defensa sobre estas acusaciones y sobre la tragedia del 20 de febrero, pero hasta la publicación no recibió respuesta.
Michael Arellano Wilkinson
Michael nació del lado estadounidense de la frontera, pero pasó toda su vida en México. Hasta los 16 años vivió en un orfanato de Agua Prieta, en el que creció con cuatro jóvenes a los que siempre consideró sus hermanos. Solo unas calles separan la que fue su casa del muro de metal que divide ambos países. Jugaba al fútbol, practicaba Taekwondo y era un muchacho amoroso. Anhelaba desde pequeño tener estabilidad y poder ahorrar un dinero para superarse.
Las malas condiciones empujaron a los cadetes constantemente a enfermedades, principalmente gripe o tos. Adriana Reyna, tía de Óscar Abraham Sánchez, quien lo crió durante un tiempo como su propio hijo, dice que era normal que los metieran a una alberca con agua helada en pleno invierno. Su sobrino les contó un día que se sentía muy mal, tenía problemas en las vías respiratorias. La familia le recomendó ir a la enfermería. “Decía: ‘Es que si vamos a buscar atención médica, nos regañan”, recuerda Reyna sentada en el sillón de su casa, en el Estado de México. Óscar acabó al tiempo con medicamentos inyectables y atención médica.
El Diablo
Los días que siguieron a la tragedia, López Ordaz se mantuvo al frente del centro de adiestramiento. Familiares de víctimas y supervivientes estiman que se quedó en su puesto al menos hasta inicios de marzo, cuando una reportera habló del caso en la
conferencia presidencial. Sandoval dijo entonces que el teniente coronel tiene un proceso pendiente en el ámbito militar por abuso de autoridad y desobediencia, por haberse salido del procedimiento establecido del entrenamiento. En el civil, fue vinculado a proceso recientemente por homicidio culposo. El caso provocó además que López Obrador emitiera esta semana un decreto para prohibir las novatadas en la institución castrense.
La tragedia sirvió además para sacar a la luz otros abusos de El Diablo. Entre las decenas de mensajes que aún reciben las familias de los cadetes, está el de la madre de una mujer soldado que decidió desertar cuando supuestamente López Ordaz comenzó a acosarla. “Como no le hizo caso, se vino lo peor: por todo la golpeaban”, se lee en la comunicación. Otra madre contó que su hija dejó el curso después de que el teniente coronel la tirara al suelo y le lesionara la cadera. La muchacha levantó un acta contra el alto mando. “Sigue esperando una respuesta a esa demanda, ya que a dos días de graduarse le dijeron que ella sola se había caído”.
Los abusos sistemáticos dentro del Ejército quedaron registrados también en los múltiples correos filtrados por el grupo de hackers Guacamaya a finales del 2022. Allí hay documentos que retratan las condiciones en las que viven los soldados en El paso de la muerte. En los papeles de la Sedena, por ejemplo, hay un caso de violación agravada de un superior a una joven cadete, que le denunció ante la justicia militar. En 2018, un capitán de Infantería ordenó a dos mujeres soldados salir del complejo militar, embriagarse y presuntamente abusó de una de ellas en su coche. Otros registros relatan quejas por malas condiciones y maltratos continuos en ese y otros centros.
María, Adriana, Eloísa. Las madres de los jóvenes que aquel martes se metieron al mar y no salieron habían enviado a sus hijos a formarse como soldados con la esperanza de que encaminaran su vida y con la certeza de que serían cuidados. “Queríamos que fueran unos jóvenes de bien, no ser maltratados. Ser rígidos, pero no ser abusados”, dice Fabiola. El agua se tragó ese 20 de febrero siete vidas, con aspiraciones e ideas de lo que el futuro debe ser. Dejó, en su lugar, una insistente búsqueda de justicia y muchas preguntas sin responder.
“¿Qué clase de jóvenes estamos formando a golpes?”, cuestionaba un familiar meses después de la tragedia. Son esos soldados los que luego “salen a la calle a cuidar a los mexicanos”. Durante los últimos seis años, el Ejército se resguardó bajo el manto protector de López Obrador, que le dio más poder del que nunca había amasado. Bajo la retórica presidencial, cuestionar a la Guardia Nacional o criticarla significaba volverse un enemigo de México. Entre tantas dudas que aún residen en las casas de los cadetes muertos, las familias se preguntan si las vidas de sus muchachos serán suficientes para romper la muralla presidencial que protege la institución castrense y castigar la trágica novatada.
Créditos:
Texto: Erika Rosete y Georgina Zerega
Fotografía y video: Mónica González y Nayeli Cruz
Diseño y programación: Mónica Juárez Martín y luis V. Guillén
Edición visual: Hector Guerrero
Edición de video: Ángel Villegas
Tomado de El Pais
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