19 septiembre, 2024
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Feminismo silencioso • Beatriz Gutiérrez Müller

Reflexiones desde el yo, el nosotros, el aquí y el ahora.

«En el mucho tiempo que llevo en la cosa pública, de manera periférica, puedo afirmar que conozco muy bien a las mujeres de México. El feminismo silencioso es suyo y mío. No hemos necesitado mayores discusiones para saber que merecemos equidad, solidaridad, oportunidades, un “por favor” permanente, un “gracias” eterno».

En este ensayo, Beatriz Gutiérrez Müller, quien cuenta con una reconocida trayectoria académica, se interroga sobre ideas fundamentales en torno al feminismo y cómo estas la atraviesan en su condición de mujer, en particular, por encontrarse como tal bajo el escrutinio público. De igual forma, resignifica y actualiza tres conceptos, con los cuales fundamenta el feminismo silencioso: el silencio como una forma de hablar, la transferencia y la resistencia. Considera que la mayor parte de las mujeres de México son capaces de remontar circunstancias adversas y —en cualquier caso— que escuchan, comprenden, interpretan; pero también batallan y toman decisiones importantes todos los días.

No hay, insiste, mujeres de primera ni de segunda.

«El feminismo silencioso es, por sobre todas las cosas, un homenaje a las mujeres ignoradas. Para que jamás olviden el

gran poder que tienen»

Beatriz Gutiérrez Müller | Es escritora y académica. Además, cuenta con un doctorado en Teoría Literaria por la UAM Iztapalapa. Literatura, historia y filosofía están presentes en su obra y sus investigaciones, a través de las cuales ha estudiado a personajes como Bernal Díaz del Castillo, Hernán Cortés, Giordano Bruno, Francisco de Quevedo, entre otros. Es autora de poemas, crónicas, cuentos y de las novelas Larga vida al Sol (2011) y Viejo siglo nuevo (Planeta 2012).

INDIVIDUO, PENSAMIENTO, LENGUAJE Y SOCIEDAD

Qué somos

Si analizamos a un individuo desde la óptica biológica, descubrimos que es un ser unitario e indivisible que ocupa un lugar en el espacio y en el tiempo. Ya he dicho que acudir a los clásicos es un buen comienzo, y fueron los griegos quienes consideraron al individuo una entidad sui generis. José Luis Romero, al comprender que así se consideraba al individuo, lo colocaba «equidistante del plano divino y del plano de la Naturaleza». Lo divino es perfecto; lo humano, imperfecto. Con este antecedente, Heracles aconsejará a Eurípides: «Siendo mortales debemos tener pensamientos mortales». En Medea, Eurípides —razona Enrique Herreras—:

Al igual que los sofistas de su generación, nos deja en un callejón de pocas salidas, incluso en un cierto inmoralismo […] Puede parecer que en sus obras no observemos ni un enjuiciamiento de las conductas de sus personajes ni de orden religioso (Esquilo, Sófocles), ni social, como propondría la primera sofística. Pero sí hay un enjuiciamiento, el que parte del interior de sus héroes, ya que en algún momento llegan a sentirse responsables de sus acciones.

La idea de individuo también es antigua. Platón lo llamó «hombre»; para Aristóteles —a quien suelo recurrir a menudo para explicaciones eruditas sobre temas universales—, el hombre es una mezcla de materia y forma.

Tenemos un cuerpo irrepetible y finito (aunque su genética tenga alta similitud con alguien de nuestra familia biológica).

En Acerca del alma, Aristóteles nos había recordado que somos tan animales como la vaca o la serpiente, con idénticas necesidades: nutritivas, sexuales, reproductivas. Al igual que los elefantes o los cangrejos, tenemos la capacidad de percibir; se nos antojan cosas; sentimos placer, cansancio y dolor, y queremos o sentimos la necesidad de movernos. En ese mismo libro, enseguida, nos distingue del resto de la fauna por nuestra capacidad racional. Desde luego, como en el caso de Dios, el argumento puede desarrollarse si los individuos aceptan de entrada que el ser humano es pensante; de otro modo, puede quedar también en calidad de respuesta especulativa, de mito, de suposición.

Concediendo que el hombre es un animal racional (pensante, pues), tiene la capacidad de hablar y es político (sigo con Aristóteles), porque esa naturaleza siempre lo llevará a asociarse con otros como él y a involucrarse en la «cosa pública» de manera automática. Desde luego, hoy se reconoce que también los gatos, los perros y otros animales tienen la capacidad de expresar de alguna forma que algo les duele o que temen alguna acechanza.

El pensador griego sí especificó que ese ser racional y social que somos tiene la capacidad de comunicar, por ejemplo, sobre lo justo y lo injusto; lo bello y lo feo; lo bueno y lo malo, y una serie de binomios. Somos pensamiento y lenguaje. De este par derivan nuestros actos, de los cuales también somos responsables, según Aristóteles.

Comparto esta síntesis de Julián Marrades sobre el planteamiento aristotélico: «Solo podemos explicar que el cuerpo llegue a vivir y esté vivo si lo concebirnos como dotado en sí mismo de la potencia de vivir, y no como materia inerte». Es decir, así lo entiendo, vivir es ese movimiento necesario que requieren los individuos y que los hace únicos. Por ello, «lo básico no son dos entidades separadas —un cuerpo inerte y un alma transcendente a él—, sino un uno internamente diferenciado: el cuerpo vivo».

Séneca (los autores clásicos ¡por algo lo son!) creyó que un individuo es aquel que no se divide; entonces, un individuo puede ser desde un árbol hasta una persona. Pero es posible cortar maderos de aquel pino y, a una persona, amputársele las piernas. La diferencia que salta a la vista es que el madero no morirá, crecerá; y el individuo, extrayéndole otros órganos que se fragmentan, no. Sin corazón, la muerte es instantánea.

Para los medievalistas, que fueron discípulos de primera ­línea de la escolástica, permeó el principio de individuación tomado­ de Aristóteles, pero cristianizado. El más famoso —y por mucho— de los teólogos escolásticos fue Santo Tomás de Aquino, quien emprendió la enorme tarea de realizar una Suma de Teología, colección que sigue consultándose hoy porque también da respuesta a problemas fundamentales.

El método escolástico consiste en presentar cuestiones sobre el tema a tratar, las cuales se dividen en artículos que darían respuesta a ciertas preguntas. Entonces, primero hay que formular la pregunta (quaestio); enseguida, se han de mostrar los argumentos en contra (objectio); después, el tesista decidirá si acepta o rechaza las objeciones basándose en lo que antes haya declarado una autoridad teológica (sed contra); vendrá el desarrollo de la respuesta a la pregunta (responsio), y al fin se contestarán una a una las objeciones (solutio).

Contrario a lo que se cree, los filósofos medievales eran inteligentísimos y no tenían nada de oscurantistas, como se les ha hecho fama. Una vez que un lector de hoy comprende el modelo lógico que siguen Tomás y los escolásticos, descubre un campo infinito de saber sobre los temas del Dios cristiano. A pesar de las escisiones en el cristianismo, con luteranos, anglicanos, metodistas, presbiterianos y otros en el siglo XVI, este libro continúa siendo un método útil para los cristianos reformados, pues parte de la quaestio. La respuesta dependerá de la pregunta. La dialéctica aristotélico-tomista tiene muchas semejanzas con el método dialéctico-marxista.

En esta Suma, Tomás define que «la materia es el principio de individuación», para explicar que Dios es inmaterial y, por tanto, no puede atribuírsele el nombre «persona». Y así justificó a San Atanasio, quien había explicado que Dios es tres personas en una: Padre, Hijo y Espíritu Santo: «Es conveniente que a Dios se le dé el nombre de persona. Sin embargo, no en el mismo sentido con que se da a las criaturas, sino de un modo más sublime; así como los otros nombres que damos a Dios, como ya dijimos anteriormente al tratar sobre los nombres de Dios».

Menuda y confusa disquisición, ¿verdad? Como sea, Tomás es consciente de que se debe creer en Dios para poder continuar, independientemente de si Dios es una persona o no.

Quiero seguir conduciendo al lector para demostrarle que debe entenderse a sí mismo como un individuo, o al menos comprometerse a pensarlo. No hay uno como otro. Quizá, cuando sepamos, ¡si es que lo llegamos a saber!, que hay vida después de la muerte en un sentido racional o científico, no axiológico o doc­ trinal, se podría confirmar que las personas son irrepetibles. Cada uno tiene una huella digital. Por ejemplo, el ácido desoxirribonucleico, conocido como ADN , es una molécula que nos permite conocer cómo se unen todos nuestros nucleosomas, heredados por nuestros padres biológicos. Cada cual posee un material genético distinto a otro, incluso entre gemelos univitelinos de padre y madre. Los genes son cada una de las secuencias específicas del ADN que tenemos todas las personas, pero también los encadenamientos están presentes en granos, semillas, animales y plantas.

El ADN, hasta donde he leído, nos lleva a reconocer que recibimos información de nuestro material genético precursor que puede influir en nuestra salud, nuestro comportamiento y nuestras aficiones, pero no las determina. De ser así, la libertad estaría condicionada a factores biológicos. Desde luego, respeto a quienes creen en la predestinación; sin embargo, después de décadas de estudio sobre el tema, no comparto la idea de que nuestra manera de actuar y dejar huella esté predeterminada.

El filósofo Miguel Moreno Muñoz, con base en los estudios de muchos investigadores como Irenäus Eibl-Eibesfeldt (Biología??del comportamiento humano. Manual de etología humana, 1993), considera que «el sustrato genético individual no tiene demasiadas competencias para interferir con las creencias, conocimientos y valores que orientan la conducta libre de un individuo». Hay un neologismo que quiere desvelar ese mito: la «discriminación genética». Quienes la han usado (muchos forenses en el siglo XIX, por ejemplo) infieren que la información genómica de cada cual es la causa de su ignorancia, de su discapacidad, de su orientación sexual, de su pobreza. Nada más falso que esto. El fervor que hubo hasta hace no mucho por el tema de las razas (y, en consecuencia, del racismo) facultó a unos para erigirse como racialmente superiores. El Homo sapiens es una sola especie sin razas.

Coincido con Moreno Muñoz en que la genética, surgida en la biología, ha sido la disciplina preferida para dar el barniz seudocientífico a planteamientos ideológicos, insolidarios y antisociales difícilmente digeribles en crudo. Algunos descubrimientos importantes en este terreno han servido de pretexto para amplificar el eco que dichos planteamientos, siempre presentes, no tienen en periodos de normalidad.

El «holocausto mexicano» que se hizo contra la etnia yaqui, entre finales del XIX y principios del XX, es uno de los mejores ejemplos de las consecuencias que acarrea la creencia en la gené­ tica de la conducta. Hay mucho que leer y averiguar sobre esto. En particular, considero que los individuos no estamos destinados a ser hombres o mujeres sufridos o felices; pobres, enfermizos, exitosos; traidores; con buenos dientes, alegres. Nuestra genética nos lega fisiología y fenotipos, es cierto; pero, que yo sepa, no dictamina nuestra actitud ante la vida. Esa la elabora cada individuo conforme a su ser y a su circunstancia.

En un ensayo de Simone Weil, publicado por primera vez en 1943 (año en que murió), la filósofa considera que, además, la libertad de expresión es propia de los seres humanos. Se supondría que los partidos políticos recogen ese tipo de libertad; pero, al final, considera que «controla[n] la distribución del poder» (lo expresa en relación con su país, Francia, y con su régimen. Nunca leas sin indagar sobre el contexto en el que se vierten las expresiones).

Francisco Canals Vidal, en un ensayo de 1976 sobre la dignidad personal, quiso combatir la idea de que el antropocentrismo solo es praxis y no hay en ella modo de contemplación ni tiempo. Coincido.

Se puede continuar desbrozando el concepto que he repasado, pero no profundizaré más. Enlistaré epítetos para nombrar al individuo: «hombre [o mujer] concreto e individual», «persona», «substancia individual de naturaleza racional», «espíritu subsistente “en carne y hueso”». No nos desviemos tanto, así que reflexiona lo siguiente: todo eso que somos «es totalmente heterogéneo respecto de la nebulosa de la ilimitada y absoluta acción postulada por la metafísica de la primacía de la praxis».

El ser humano, pues, es una materia física y una metafísica, que puede ser llamada espiritual, cultural, intelectiva, cognitiva, ligüística, histórica, y un largo etcétera. Cada estudioso de una disciplina, durante el siglo XX y lo que va del XXI, incorporará esa esencia metafísica en su campo de estudio: el hombre, así como la mujer, es materia pensante; es materia lingüística, es materia racional. Son siempre interesantes las reuniones de especialistas que desde su formación definen temas, gustos, aficiones, orientaciones: pensemos en una joven llamada Estela, que está embarazada. El biólogo la verá como un ser vivo en proceso de gestación, es decir, se encuentra en estado de embarazo o gravidez; es mejor usar «en gestación», pues en su útero crece un feto. Lo que yo veo es una mujer embarazada que está en proceso de asumir una gran responsabilidad ética y estoy segura, segura como de que yo misma escribo esto, que cuando ocurra lo que la Organización Mundial de la Salud denomina técnicamente «alumbramiento», en efecto, Estela verá una luz jamás vista y su vida cambiará para siempre de un día al otro; también la de su hijo o hija. Ese ser que vivía en la oscuridad del vientre ha nacido y ha conocido la luz. Esto es hermoso.

¿Para qué vivir?

Un cuerpo detenido va sintiendo el frío poco a poco,

cambia de posición, dobla las piernas,

 las estira, se gira sobre un costado, se levanta,

se cambia de ropa, se vuelve a la cama;

de nuevo el detenimiento, de nuevo el frío. Un

cuerpo que no es precisamente todo paz, que no

es solo carne y huesos sino sustancia alterada.

Un cuerpo

que se comporta como un arbusto en pleno

crecimiento

y se afecta por la irrupción de los retoños; un

cuerpo altamente despierto que no se contiene en sí

mismo y se busca en las partes que lo conforman,

en las

conexiones que lo articulan, en el adentro

que se configura

de una serie de recuerdos entre los que domina una

imagen que origina todo el movimiento.

«[Poema] V»,

GABRIELA CANTÚ WESTENDARP

El ser humano vive para algo. Su objetivo primario es satisfacer sus necesidades y las de sus dependientes —si es el caso—, quienes a su vez son otros individuos, que poco a poco se han agrupado de maneras distintas, como en el caso de las descendencias. El sentido común nos llevará a asumir de inmediato que los grandes deberán procurar a los pequeños y cubrir lo indispensable.

Pero ¿para qué vivir?, ¿solo para dormir, comer, realizar nuestras necesidades fisiológicas, crecer y procurar a nuestra progenie en las mismas? Es obvio que no.

Para mí, es fundamental que mi existencia no se consuma solo en dormir (o en protegerme del frío), sino en contribuir a que llegue el bello día en que todos seamos amor. ¿Te fijaste? Del pensamiento se pasa a la acción lenta o rápidamente. La acción supone un acto de maduración. Desde niños aprendimos que correr con los pies mojados al salir de la alberca puede ha­ cer que resbalemos y salgamos volando por encima del camastro. Aunque los niños tienen una cabeza que amortigua golpes de manera impresionante. Conforme se deja de ser niño, la materia que nos conforma se acerca a su corporeidad definitiva y pierde esas ventajas que nos permitían ser esos exploradores audaces que no advertían ningún peligro, que no pensaban en las con­ secuencias de sus actos. En la edad adulta y en la vejez también el cuerpo cambia: se deteriora. La acción puede seguir siendo intrépida, aunque ya más razonada y sin que falte la temeridad. Es bueno ser temerarios para vivir con menos miedos.

¿Para qué vivir? Esta es una de las mejores preguntas que se puede plantear un ser humano. La respuesta no se da de una vez y para siempre. No es así porque ese ser vivo que se mueve, que cambiará su fisonomía, que aprenderá a hablar, a comunicarse, a estar y ser con los demás y, por supuesto, a pensar, tendrá respuestas a ella dependiendo de la situación en que se encuentre. En algo coinciden los filósofos de manera general: vivo para esto cuando soy bebé, para aquello cuando soy niño, para esto otro cuando soy adulto… y cada adulto tiene una trayectoria personal puesto que es único.

¿Para qué vivo? Esta es, repito, una pregunta sustancial. Hace presuponer que se conoce el qué, por ejemplo, qué es un indivi­duo. ¿Para qué estamos aquí? Tú, lector, lectora, ¿para qué estás aquí en este momento?, ¿cuál es el fin de tu existencia en un cuerpo o materia que se mueve, razona, tiene instintos, necesidades, y, por qué no, sueños, metas, planes, preocupaciones, obligaciones, ideales y fantasías? Una respuesta simple sería: somos individuos para tener todo lo anterior, porque eso es vivir. No obstante, para cada individuo, en la etapa en que se encuentre, el horizonte de miras es más o menos inmediato; las preocupaciones de antaño hoy no existen; las audacias de aquellos días infantiles se han convertido en pánicos mortales; la ponderación de esa persona o forma de pensar ya no es de tu interés; hoy te cautivan los paisajes, antes no los mirabas. Por ejemplo, quizá ahora suspendas la lectura para indagar qué respuesta darías porque la autora de este libro te ha sugerido que lo hagas, y tal vez no es mala idea indagar sobre ello. Yo misma, en la lista de libros que he planeado o soñado escribir (muchos están terminados; son pacientes, supongo, pues no me presionan para ir a la estampa, no me imaginé escribir en 2024 sobre el tema que nos ocupa. Los «temas de género» no son mi especialidad como investigadora.

Acerca del sentido de la vida, hay quienes con mejores conocimientos, argumentos y gran dedicación han hablado de ello. No es simplemente vivir, sino para qué vivir… ¿Qué sentido tiene que yo escriba este libro?, ¿qué sentido tiene que tú lo leas? Ese es el punto que se plantearon muchos intelectuales desde finales del siglo XIX, porque esta sustanciosa pregunta ha acompañado a la humanidad desde el principio de los tiempos. Recuerdo cómo mi etapa universitaria causó furor en mí y en un grupo de amigos ñoños que le daba vueltas a la pregunta sobre el sentido del ser… ¡Madre mía! El sentido, el sentido de la vida. Qué pregunta, qué pregunta…

Yo puedo realizar una actividad durante muchos años (un trabajo, un voluntariado), pero ¿para qué? Ahí está el sentido. Si no tengo claro hacia dónde dirijo mis esfuerzos y cómo tengo que sobrellevar mis desaciertos, mis inseguridades, mis habilidades, mi temperamento, todo lo que depende de mí más todo lo externo, lo que no depende de mí… ¿para qué lo hago? Saber o intentar al menos conocer qué sentido tiene mi ser en este tiempo y lugar es pieza clave para todo: con al menos la mínima orientación, estoy en condiciones de conducir alguna parte de mis pensamientos, el esfuerzo diario, las rutinas. Si no sé para qué realizo incluso con alguna mecanicidad o monotonía tales accio­nes, ¿qué sentido tiene vivir?

Como universitaria, recuerdo cómo me impactó Del sen­timiento trágico de la vida, de Miguel de Unamuno. He vuelto a él. Me sorprendo otra vez con su propuesta. He podido constatar que ya es de dominio público y se puede conseguir en internet sin gastar. Lo recomiendo mucho. Para Unamuno, el hombre (o la mujer) constituyen un principio de unidad y de continuidad: porque somos un cuerpo solo y porque actuamos y tenemos propósitos. Ambos, unidad y continuidad, están sujetos a la vez al principio de continuidad en el tiempo.

Sin entrar a discutir —discusión ociosa— si soy o no el que era hace veinte años, es indiscutible, me parece, el hecho de que el que soy hoy proviene, por serie continua de estados de conciencia, del que era en mi cuerpo hace veinte años. La memoria es la base de la personalidad individual, así como la tradición lo es de la personalidad colectiva de un pueblo.

Soy y somos

Michel Foucault, en La hermenéutica del sujeto (1982), acuñó un término que se ha convertido en un clásico: «Ocuparse de sí», que a su vez, como casi en toda corriente filosófica, se origina en el mundo grecolatino. Nosce te ipsum (que traducido del latín e interpretado en su sentido completo es «Conócete a ti mismo y conocerás el universo y a los dioses») es un aforismo que, según se cuenta, estaba inscrito en la entrada del templo de Apolo, en Delfos. Fue difundido por Sócrates, el personaje principal de las obras de Platón.

Silvana P. Vignale interpreta que, para Foucault, la inquietud por uno mismo es una «actitud general, una manera determinada de atención, de mirada sobre lo que se piensa y lo que sucede en el pensamiento». En consecuencia, ese ser que piensa lleva a cabo acciones «sobre sí, mediante las cuales se hace cargo de sí mismo, se modifica, se purifica, se transforma y transfigura. En síntesis, es una actitud con respecto de sí mismo, con respecto a los otros, y con respecto al mundo».

Parece que todo lo ha disertado Aristóteles (discúlpame por apoyarme tanto en él, pero su mérito tiene). Parto de una frase suya que ha tenido enorme repercusión en el mundo occidental:

«El hombre es un ser social por naturaleza». Está tan difundido el principio que diversos ni siquiera lo atribuyen al filósofo griego. En este tema hay muchos expertos desde el surgimiento de la sociología, la diversificación del derecho, la política, los estudios antropológicos y lingüísticos, y demás disciplinas que han abordado cómo es que somos individuos sociales. Paulo Freire, en la misma tesitura, expresa:

Esta conciencia de uno mismo y del mundo no es el resultado de una elección puramente privada, sino de un proceso histórico, a través del cual las sociedades-objeto —algo más rápidamente que las demás, debido a las transformaciones estructurales que experimentan— se reflejan sobre sí mismas y perciben su dependencia.

Pues bien, por ahí continuamos. Los individuos únicos e irrepetibles no podemos ser sin el prójimo. Somos sujetos de colectividad de manera voluntaria o involuntaria, por el azar, por la época en que nos toca vivir, por la familia en la que nacemos, por el sexo que nos ha predeterminado o por el sexo hacia el que nos sentimos orientados, en fin, la lista puede alargarse. Sucede que ese infinito proceso de individuación, en donde se reafirma qué somos, qué pensamos (aunque cambiemos de parecer con el tiempo), qué realizamos, va a la par de nuestra inserción social; lo anterior no equivale a decir: primero debo reafirmar mi individualidad, y ya bien precisada, socializar. No. Soy y somos al mismo tiempo.

La gran hora del parto, la más rotunda hora:

estallan los relojes sintiendo tu alarido…

«Hijo de la luz y de la sombra»,

MIGUEL HERNÁNDEZ

La relación con la madre es esencial porque es el primer ser con el que nos vinculamos. Incluso madre e hijo están conectados desde antes mediante el cordón umbilical. La madre también inicia con el recién nacido una relación social que se caracteriza por su dedicación absoluta al amparo y satisfacción de las necesidades elementales de la criatura. Todas las lectoras madres que van siguiendo este libro lo saben de sobra. Pero no está de más ponderar que este es el origen de nuestra primera socialización. Después aparecerá el padre o progenitor, los familiares, los visitantes, y un sinfín de personas.

La criatura ha iniciado ya un largo proceso de dependencia, porque el bebé humano es de las criaturas más lentas en aprender. Repasemos esto: en promedio, les toma dos meses levantar la cabeza; 180 días sentarse; luego viene gatear y, con suerte, de los 12 a 13 meses de nacido, ¡caminar! Para este momento el peligro nos carcome. En todo vemos un siniestro potencial: la grapa que se cayó del escritorio y que tenía quién sabe cuánto tiempo adherida al piso ahora es visible en proporción gigantesca; las tijeras y lápices del buró son armas; las esquinas de los muebles y las escaleras son dagas… ¡todo es inseguro! Y para las que tienen niños, que luego se convierten en adolescentes, y más tarde en adultos, todas sabemos que la responsabilidad no termina jamás; sea un hijo, cinco o siete.

Las aves nidífugas, como los patos, por el contrario, casi están aptas para volar el día que salen del cascarón. Una cría de tortuga instintivamente avanza hacia el agua o el mar, incluso sin el acompañamiento de su madre. ¿Cuál es la respuesta científica? La tardanza está relacionada con el proceso de maduración cerebral.

Arriba recordé que lo que nos diferencia de los otros integrantes del reino animal es que los seres humanos somos capaces de hablar y de pensar, idea —repito— nada novedosa en este siglo XXI. La formación de neuronas en los primeros años de nuestra vida tiene un impacto duradero. Sin embargo, desde hace unos cincuenta años se ha demostrado la neurogénesis de los mamíferos, incluidos nosotros: en la vida adulta es posible la formación de nuevas neuronas. Me declaro neófita en estas disciplinas. Me sorprende cómo es posible que el desarrollo de la ciencia siga desvelando lo que ignoramos, y acepto la propuesta de aprender más sobre ello. Para este libro he leído lo mínimo al respecto, y seguramente alguien muy preparado explicaría con satisfacción esto que solo miro por encima, pero que contribuye a la explicación de lo que quiero compartir. Por ejemplo, Gerardo Ramírez Rodríguez, Gloria Benítez King y Gerd Kempermann exponen que incluso «la actividad física, el ambiente enriquecido y la interacción social» pueden modular para bien el proceso de la neurogénesis o, por el contrario, la depresión o las enfermedades neurodegenerativas pueden retrasarlo.

Somos lo que pensamos

La socialización comienza en la familia. El hijo crece y no madura de un día para otro. Este proceso ha sido también estudiado durante siglos y siempre resulta interesante repasarlo porque los adultos pasamos por él y las nuevas generaciones de lactantes o niños de hoy lo están viviendo. Lev Vygotsky, un importante teórico de la psicología del desarrollo, autor de Pensamiento y lenguaje (1934), profundizó en ello y aquí solo hago un recorda­torio de lo que muchos saben: los niños no aprenden en la escuela, sino que llegan a ella con conocimientos adquiridos previamente en la casa. El desarrollo del pensamiento está vinculado al del lenguaje. Dar significado a una palabra involucra a ambos, porque una palabra sin significado no nos dice nada. Un ejemplo de ello son los regionalismos: en el norte de México, a los jóvenes se les llama «morros», «morras»; en el centro, «vato», «chavos», «chavitos», «muchacho», «chamaco»; en el sur, sureste, «checho», «pipiolo» si es más niño, «escuincle» o «mocoso».

También los sinónimos, que son otra forma de significar a una palabra, cambian a causa del tiempo o por localizaciones distintas en forma de modismos; esto es, un grupo se identifica por su lenguaje, compartiendo significantes y significados que todos entienden. No deja de maravillarme cuán viva está la lengua. El significado de una palabra cambia con el tiempo. El clásico Curso de lingüística general, de Ferdinand de Saussure, lo ha expuesto con claridad (para mí, hasta hoy). Incluso Émile Benveniste se pregunta sobre los sonidos de la lengua dada (para él, el francés) y ofrece ejemplos que adapto a la castellana. En el español que se habla en México no es lo mismo moro que morro. La palabra moro es un despectivo hacia los musulmanes; morro es un chavito en Sinaloa. Por algo afirma: «Todo hombre inventa su lengua y la inventa toda la vida. Y todos los hombres inventan su propia lengua en el instante y cada quien, de manera distintiva, y cada vez de modo nuevo». Muy de acuerdo. Por ello siempre habrá modismos y neologismos. «Una lengua es primero que nada un consenso colectivo», resume Benveniste.

Por ejemplo, cuando escuchamos la palabra ladrillo suponemos que se hace referencia a un bloque de arcilla, elaborado de manera rectangular, de unos treinta centímetros y con un alto de unos diez centímetros. La mejor parte de esta batalla por la significación consensuada es que no faltará quien (disentir es indispensable en la vida) alegue que un ladrillo no es de tierra, sino de cemento con piedra o solo de cemento y cal, y aunque puede ser rectangular, no es tan alto (cinco centímetros, explica el otro). Estas discusiones por el significado de la palabra pueden derivar en digresiones infinitas que a su vez pueden resultar simpáticas y deshiladas, pero que, si se trataba de verdad de significar algo como un problema a resolver, terminan ofreciendo nada.

Nuestro mundo está lleno de mesas redondas en donde, en el mejor de los casos, los ponentes disertan sobre un significado; en el peor, dan por hecho que todos entendemos lo mismo cada vez que dicen esa palabra y su análisis sobre el acontecimiento que implicó el uso o definición del término ya se ha desviado y se encuentra «amasado» de una manera incorrecta. Una discusión puede derivar en un galimatías que nos alejó de la definición consensuada que queríamos alcanzar o algo peor: la mera discusión en sí misma de qué significa esa palabra extraña que ahora usan y cuya referencia queremos conocer no ha nacido de la curiosidad del grupo, sino de una presión exterior ejercida sobre quienes discuten, aquí o en cualquier parte, porque sin advertirlo nosotros ya estábamos hablando de los temas que llegaron de fuera. Veámoslo así: esos «distractores» lingüísticos (porque no estábamos hablando de ese tema) se gestaron en un universo fuera de nosotros y nos han hecho sentir que es necesario que se incuben en nosotros. El propósito de ese «distractor» lingüístico no es otro que dejar de lado la idea de definir, porque, desde un punto de vista lógico, se necesita definir para poder actuar. Y entre más se tarden discutiendo en ese grupo sobre qué es qué, el universo ajeno nos tendrá paralizados. Cabe plantearse una pregunta: de tu lista de temas, ¿cuáles son propuestos por ti y los buscas y cuáles llegan desde el exterior y hasta de una forma forzada? Nunca falta quien quiera poner la palabrita de moda y ofrecer ahí mismo el significado y la solución. Yo no dejo de observar este fenómeno en la política. Las relaciones políticas están llenas de persuasión, de demostración y de definición (muchas veces, definición falaz).

La pandemia por COVID-19 nos heredó un cartapacio de palabras no escuchadas antes, o acaso recordadas, sobre las cuales la mayoría de nosotros nos apresuramos a conocer. No había otro tema en 2020-2021. De ese sobre salieron las siguientes: cubre­bocas (como se le llamó en México) y sinónimos que escuché en otros lugares: máscara, mascarilla, barbijo, nasobuco, etc., hasta tecnicismos que ya no hacía falta explicar, pues todos nos íbamos haciendo del habla pandémica: «prueba PCR», «prueba de antígenos», «prueba COVID», «cuarentena» de tres días, de siete días (siempre me llamó la atención, porque cuarentena equivale a cuarenta días), y otros, incluso propios de un sistema fascista: «no» para todo; es decir, «no hables», «no escupas», «no toques», «no contagies», «no salgas», «no sudes»… bajo el argumento de que las autoridades sanitarias que sí saben nos persuaden de que el coronavirus se aproxima a nosotros por todos los caminos que hay y, por tanto, debemos repelerlo; si ya te contagiaste, abstente del prójimo. También fueron comunes «confinamiento»,?«aislamiento», «sana distancia», «distancia», «distanciamiento», «hacer fila», ¡jamás terminaría el acopio lingüístico!.

Tomado de La Silla Rota

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