13 octubre, 2025
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El nuevo sistema de salud pública: Parques y jardines como receta contra el estrés urbano

La ciencia lo confirma: la conexión con la naturaleza es un potente motor de bienestar emocional. La Organización Mundial de la Salud (OMS) advierte que residir en entornos densamente poblados y carentes de zonas verdes puede disparar la ansiedad, la depresión y otros problemas de salud mental. Ante este panorama, los espacios verdes urbanos —parques, jardines comunitarios o plazas arboladas— trascienden su función decorativa para convertirse en auténticos e imprescindibles sistemas de salud pública.

La relevancia de este vínculo es tan profunda que incluso se ha definido el concepto de ‘solastalgia’: la sensación de dolor, malestar o enfermedad que emerge cuando el entorno inmediato de una persona se degrada. En un momento de auge en los problemas de ansiedad, depresión y soledad, los estudios demuestran que el contacto con la naturaleza es tan esencial para el bienestar como los hospitales o los centros deportivos.

Un revelador estudio del Instituto de Salud Global de Barcelona (ISGlobal) ha puesto números a este beneficio: las personas que viven en barrios con mayor cobertura arbórea no solo reportan niveles de estrés más bajos, sino que consumen menos medicación psicotrópica y disfrutan de una salud mental más estable.

Para materializar estos efectos positivos, ha surgido una propuesta innovadora en el urbanismo: la regla 3-30-300. Conceptualizada por el silvicultor Cecil Konijnendijk y testada en ciudades como Barcelona por el equipo de Mark Nieuwenhuijsen (director del programa de Clima, Naturaleza y Salud Urbana de ISGlobal), la regla establece tres requisitos clave para un entorno saludable.

Esta norma propone que cada habitante debe: 1) poder ver al menos tres árboles desde su hogar; 2) vivir en un barrio con un 30% de cobertura arbórea; y 3) no estar a más de 300 metros de un espacio verde significativo. “Observamos que las personas que vivían en zonas que cumplían la regla 3-30-300 tenían una salud mental mucho mejor, con reducciones del 23 al 76 % en indicadores como la mala salud mental autodeclarada, el uso de medicamentos para la ansiedad y la depresión o las visitas al psicólogo o psiquiatra”, explica Nieuwenhuijsen.

A pesar de la contundencia de los datos, la realidad urbana presenta grandes déficits. En Barcelona, por ejemplo, solo un 6 % de los residentes vive en zonas que cumplen la regla 3-30-300. “Aún queda mucho por mejorar”, subraya el investigador, quien insiste en la necesidad urgente de integrar esta filosofía en la planificación urbana de otras ciudades.

“El contacto con entornos naturales no solo nos calma, sino que ayuda a regular procesos fisiológicos y emocionales de los que muchas veces no somos conscientes”, explica José Antonio Corraliza Rodríguez, catedrático de Psicología Ambiental en la Universidad Autónoma de Madrid. Tras décadas de investigación, Corraliza concluye que la relación con la naturaleza no es una preferencia, sino una necesidad evolutiva.

“La especie humana ha vivido durante el 99% de su historia en entornos naturales. Nuestro sistema nervioso está adaptado a la presencia de vegetación y agua. Lo llevamos en los genes”, afirma el catedrático. Este principio, conocido como biofilia, explica por qué los espacios verdes y acuáticos resultan instintivamente atractivos. “Nos sentimos bien cerca de un río o bajo la sombra de los árboles porque, desde un punto de vista evolutivo, esos lugares aseguraban nuestra supervivencia. Hoy, nuestro cerebro sigue reaccionando ante ellos con alivio y placer”, añade.

Diversas investigaciones confirman este planteamiento. Un estudio liderado por Corraliza midió el nivel de naturaleza cercana y el estrés percibido en población infantil, hallando una “correlación casi perfecta”: a mayor proximidad al verde, menor estrés en los menores. Esta prueba es especialmente significativa en un contexto de aumento de problemas emocionales en la infancia y adolescencia.

La ausencia de contacto con el medio natural se relaciona incluso con el “trastorno por déficit de naturaleza”, concepto acuñado por el naturalista Richard Louv para describir los efectos del distanciamiento del medio ambiente en las nuevas generaciones. Mark Nieuwenhuijsen es categórico: “Las personas que viven en zonas con más espacios verdes tienen mejor salud mental y física, y menos probabilidades de morir prematuramente. Los espacios verdes son esenciales para una buena salud”.

El contacto con la naturaleza ejerce un potente efecto restaurador sobre la mente, aliviando la fatiga atencional que produce el ruido, las pantallas y la multitarea constante. “Permite restaurar la capacidad de concentración y reducir la rumiación mental, ese darle vueltas una y otra vez a los problemas”, explica Corraliza. La variedad de estímulos del entorno natural saca a la mente del bucle y la devuelve al presente. Nieuwenhuijsen lo complementa con datos fisiológicos: “Nuestros estudios muestran que las personas que pasean o realizan actividad física en entornos naturales presentan niveles más bajos de cortisol, una mejor regulación emocional y mayor satisfacción vital”.

El urbanismo que integra elementos naturales no es un lujo ni una tendencia pasajera. “No se trata de adornar la ciudad ni de seguir una moda, sino de responder a una necesidad psicológica profunda”, insiste Corraliza. Sin embargo, no cualquier área verde sirve. “No basta con plantar un árbol en una rotonda o colocar césped artificial. Los buenos espacios son los que invitan al uso, los que se integran en la vida cotidiana y animan a salir, pasear o interactuar con otros”.

Corraliza aboga por la naturaleza de proximidad: pequeños parques o “jardines de bolsillo” (pocket gardens) accesibles sin necesidad de usar el coche. “Es preferible tener muchos espacios pequeños bien conectados que un único gran pulmón verde al que hay que desplazarse”, señala.

Ejemplos exitosos como el Anillo Verde de Vitoria, o proyectos en París, Copenhague y Melbourne, demuestran que una red de espacios verdes interconectados transforma la calidad de la vida urbana. “No hace falta construir un nuevo parque monumental”, insiste Nieuwenhuijsen. “Plantando árboles en las calles, cubriendo patios escolares o creando microespacios verdes en barrios densos ya se generan beneficios tangibles”.

El arquitecto Juan Carlos García-Perrote Escartín, especialista en paisajes urbanos, subraya que el diseño de espacios verdes va mucho más allá de la estética. “En el Prado o la Castellana se ve claramente: un buen eje arbolado mejora la temperatura, la sombra, la calidad del aire y, sobre todo, la tranquilidad. Reduce la tensión del tráfico y ofrece frescor y bienestar”, explica.

Nieuwenhuijsen señala que los verdaderos retos no son técnicos, sino políticos y económicos: “Las principales barreras son la voluntad política, el conocimiento y la financiación”. Muchas ciudades están dominadas por el automóvil, y la infraestructura vehicular acapara el espacio público. “Falta decisión para reducir el uso del coche y destinar ese suelo a zonas verdes. Además, crear y mantener espacios verdes es costoso, y las ciudades suelen priorizar otras inversiones”, explica. A pesar de todo, el experto ve una “tendencia creciente” hacia ciudades más verdes.

Para García-Perrote, estos espacios tienen también un valor cultural, como lo demuestra el “Paisaje de la Luz” de Madrid, Patrimonio Mundial de la UNESCO. El arquitecto aboga por mantener y reforzar los corredores ecológicos. No obstante, Nieuwenhuijsen apunta al reto añadido del cambio climático: “La crisis climática y las sequías pueden complicar la creación de zonas verdes. Por eso la gestión del agua y la elección de especies adaptadas son cruciales. No basta con plantar; hay que cuidar y planificar”.

La naturaleza urbana no solo beneficia a la mente; también es un catalizador para la construcción de comunidad. “Cuando las personas se vinculan emocionalmente a un espacio verde, lo cuidan más. Se sienten responsables”, explica Corraliza, cuyas investigaciones demuestran que el contacto frecuente con la naturaleza aumenta la empatía ambiental y la responsabilidad social.

La soledad, un factor de riesgo para la salud en las grandes urbes, encuentra un paliativo en el verde. Un estudio publicado en International Journal of Epidemiology demostró que las personas que vivían en barrios con al menos un 30% de superficie verde presentaban niveles significativamente más bajos de soledad. “El espacio verde actúa como un imán para salir de casa, caminar, conversar, sentirse parte de algo. Ayuda a reconstruir vínculos”, concluye Corraliza.

El desafío final, coinciden los expertos, es integrar todos estos principios en un urbanismo biofílico: diseñar ciudades que reconecten a las personas con la naturaleza, no como un lujo, sino como una necesidad fundamental. Invertir en ecosistemas verdes urbanos no es un gasto, sino una inversión en salud pública, cohesión social y sostenibilidad. “Una ciudad verde es una ciudad más justa, más sana y más humana”, resume García-Perrote. Corraliza concluye con sencillez: “El contacto con la naturaleza nos ayuda a estar mejor… y a ser mejores”. Las ciudades del futuro, para ser verdaderamente habitables, deberán aprender a respirar. Y una ciudad que respira, también sana.

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